sábado, 2 de junio de 2012

el salero...

El salero (albarda I):

No confundan con ese artilugio, donde –en mesas- con unos agujeritos, para que salga la sal, cuando algo está soso o desabrido; que mi salero, es otro (tampoco me refiero, al que tiene gracia o simpatía), aunque lo que le voy a contar, sí que la tiene, y debiera estar mejor escrito, y en mejor sitio, para que se conserve y no se pierda.

Mi salero, está, en la línea del carbonero, o de cualquier otra profesión. Que entonces, se vendía la sal, de casa en casa; y ello, como el pescador, o panadero, en su burro, al caso.

Que la cosa sucedió en Telde, y no creo película alguna, ni el Quijote, haya contado nada, no ya igual, es que ni parecido. Pues, que mi hombre, grande como un castillo, con un pantalón, que le faltaba una cuarta para cubrir sus tobillos -¡tanta era la pobreza!-, que en una de esas, descansó vuelto de su venta domiciliaria...

... sucedía entonces –años cincuentas del siglo pasado- que en Telde, había muchos solares vacíos, y mi hombre, que tenía derecho a alegrarse la vida, después de tan duro y salado trabajo, amarró a su burro, cerca de la plaza, y considerado con los animales que era, para que su acémila también descansara, le quitó la albarda, y la dejó en el suelo, para refrescar al sudado animal...

... sucedía esto, repito- cerca del centro de la urbe, y en esto, el guardia que se llega, y le dice al salero –ya con más de tres copas de ron (¡ron de Telde!), y se entabla el siguiente diálogo (o parecido):

-        ¡... que quites la albarda de ahí!
-        ¿por qué tengo que quitar la albarda de ahí?
-        ¡te he dicho que la quites, y te vayas!
-        ...

Va mi hombre, y coge la albarda, la levanta del suelo, y en lugar de encajarla en el lomo de la burra (o burro), se la jincó encima al guardia.

Y toda vez que hasta aquí me contaron, hasta aquí les cuento. Lo que pudo seguir o suceder después, lo dejo a la consideración de ustedes, mis amigos lectores.

Quede, para la posteridad, como ejemplo de un costumbrismo, propio de una época, y los acaecidos con humor.

El Padre Báez (este relato, me lo contó, un talayero [de la Atalaya de Santa Brígida]).

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