lunes, 15 de febrero de 2016

higuera

Debajo de la higuera, en su choza, bajo el castañero...
... esos fueron los sitios o puestos de mis cabras, las de mi padre, y pasando por esas tres fases o momentos de mi edad. Que primero en el Lomo de las Pitas y en casa de alquiler en los primero años (hasta los 6/7) de mi infancia, las tenía cerca de la carretera, y bajo una higuera, que le hacía de cobijo y sombra -aunque sabemos a las cabras les encanta el sol, pero sombra para la comida segada, en ramas, tunera o lo que fuera, en pesebre de piedra cerca del tronco; que no faltó en la Huerta de los Castañeros,
un poco más abajo posterior y en casa propia donde terrenos de la abuela antes y después por herencia, con su choza, al igual que más arriba antes, donde en el techo, con planchas de cinc, y con palos de eucaliptos por columnas y soco o arrimo donde guarecerse, el pesebre en primer plano y no lejos la choza o almacén de la comida cogida (que se faltaba a clase, con aquella justificación: “¡tuve que ir a buscar comida para las cabras!”), y aquello era -entonces- como decir estuve en cama enfermo y no pude venir. ¡Tiempos aquellos, en los que las cabras, eran lo primero! Y bajo el castañero, ningún sitio mejor, echándose bajo y fuera de la sombra buscando el sol, abonando con el estiércol las cercanas papas o millo, o enriqueciendo el montón que comprarían los estercoleros de Valleseco, limpiando la estercolera hasta las últimas raspas, en sendas cestas de caña y mimbre, que entongadas iban camino al camión siempre parado en lo más cerca posible con el acarreo de tres o cuatro muchachos, que decían lo llevaba al sur, a los tomateros, dejando unas pesetas que aliviaban la escasa economía familiar y era un recurso permanente, pues al día siguiente la estercolera -en círculo de piedras-, comenzaba a subir poco a poco, donde con agua echada, pudría cuanto allí se depositara. Y las cabras donde quiera que estuvieran, aportando la materia prima: sus cagarrutas y orines en la cama, hacían dinero, más allá de la leche y queso, baifo y ella misma si la operación cuadraba.
El Padre Báez, evocando recuerdos permanentes de una infancia que no muere, rescatando del olvido escenas de vida, de economía, de escuela de la vida, donde el niño hoy sería visto cual explotado, y aquello dio doctores y licenciados.
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“... cese la maldad de los culpables...” (salmo 7).
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Del joven teólogo y profesor de Religión esposo y padre, Don Cristóbal Navarro Saavedra:
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Pues he aquí un detalle que tenía en casa. Me lo entregaron tras una de tantas charlas que da uno por mi queridísima Gran Canaria.
Leyendo su exposición, recordé la posesión de este poderoso elemento decorativo que para otros fuera el toro de Lidia. Para mí, lo mío que me dio de comer, si no fuera así ¿cómo nos explicamos mi altura de 1,93m.?; máxime si soy nieto, por una banda de vecinos maravillosos de Tejeda y por otra de entrañables aldeanos. Ni enfermedades, ni crisis nerviosas, ni hiperactivo, ni otra cosa más que felicidad familiar. Sólo lo emito para que vea la presencia de la cabra permitió no sólo salir adelante a las familias sino que facilitó su esencia, su vínculo común con nuestra historia y ni hemos respetado este particular como otros cuya consecuencia ha derivado en el drama de finales del siglo XX e inicio del XXI: familias desestructuradas, falta de dignidad y desarraigo cultural y religioso. “De aquellos polvos estos lodos”.

Un abrazo.
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Y del hermano sacerdote Don Francisco Martel, este estrato de su comentario ayer en LA PROVINCIA:

Amigo Lucas, acabo el minuto felicitando al sacerdote Fernando Báez por la reunión el viernes pasado en el Valle de Agaete en defensa de las cabras, animales que durante siglos forman parte de nuestra historia canaria. Pido a Dios que nuestro  Cabildo con gente competente abra los ojos y que deje cuanto antes de matar a quien tanta vida siempre ha dado a los canarios.
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Y de José Juan Espino Rodríguez, como los de anteriores ocasiones, salidos de su intelecto:

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