miércoles, 4 de abril de 2012

HOMILÍA MISA CRISMAL

Martes Santo, 3 de Abril de 2012
Sentimos presentes de corazón a nuestro querido Padre y
Hermano Ramón, Obispo, a nuestros queridos Hermanos
Sacerdotes enfermos e impedidos para participar en esta Santa
Misa Crismal. Un saludo cordial a todos, y con especial afecto
hoy a todos los Presbíteros presentes, en esta Eucaristía, tan
eclesial y a un tiempo tan especialmente nuestra, y a los
Seminaristas..
Estamos a las puertas de la solemne celebración del Triduo
Pascual, verdadera meta del camino de la Cuaresma. En los
Retiros de este tiempo recordarán que les decía: La Cuaresma
es un camino. Y los caminos tienen un punto de partida y un
punto de llegada. Si al concluir el tiempo de gracia de la
Cuaresma, el camino cuaresmal, estamos donde estábamos el
miércoles de ceniza, no hemos hecho camino.
El camino que Jesús nos invitó y nos invita a recorrer no
sólo lo tiene a Él como meta, sino que Él mismo nos invita a
subir a Jerusalén, y a subir con Él. Y nos invita a salir de
Jerusalén, también con Él, para que le acompañemos y le
ayudemos en la tarea de anunciar la Buena Noticia hasta los
límites del mundo. En los dos caminos, el que lleva a Jerusalén,
y el que arranca de Jerusalén, se trata del mismo tema: el
anuncio del Evangelio. "El Espíritu del Señor me ha enviado a
anunciar la Buena Nueva a los pobres". "Recibiréis la fuerza del
Espíritu Santo y seréis mis testigos hasta el confín de la tierra".
En los dos caminos, el que lleva a Jerusalén, y el que arranca de
Jerusalén, es Jesús el centro y el protagonista, el Espíritu el
motor y la fuerza, y en los dos están -'estamos'- los suyos
juntos a Él.
Jesús decidió iniciar su camino evangelizador desde la
Sinagoga de Nazaret. Acabamos de escuchar el relato. Les invito
a verse dentro del texto, a verse realmente en la sinagoga de
Nazaret, y a mantener los ojos y los oídos fijos en Él, que nos
mira y nos habla. “Es Cristo mismo el que habla cuando se lee
en la Iglesia la Sagrada Escritura”, afirma el Concilio Vaticano II
en la Constitución sobre la Sagrada Liturgia (SC 24). Y esto es
verdad, se cumple hoy en nosotros esta Escritura.
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Creo que es más frecuente, al repasar este texto, que nos
veamos y sintamos identificados en la figura de Jesús, y que
reflexionemos y oremos sobre lo que significa en nosotros la
unción del Espíritu, la misión, el envío, el contenido de la tarea:
el anuncio de la Buena Nueva, los destinatarios de este anuncio:
los pobres, los cautivos, los ciegos, los oprimidos. En nuestra
lectura nos vemos personificando a Cristo, como hacemos
habitualmente en nuestro ministerio. En toda la Semana Santa
que ya hemos iniciado, nosotros, cada uno de nosotros,
'hacemos de Cristo'. Cristo que entra en Jerusalén con la palma
en la mano rodeado de niños y gentes que aclaman, Cristo que
lava los pies a los discípulos, hoy colaboradores nuestros en uno
u otro sentido, Cristo que carga con la Cruz, Cristo que habla,
Cristo que bautiza y consagra. Cristo que perdona los pecados.
Cristo que acompaña a los discípulos y los anima a superar el
escándalo de la Muerte con la presencia de su Vida.
Hoy les invito a sentir que esta Escritura de la Sinagoga de
Nazaret se cumple en nosotros de otro modo. Estamos sentados
en los bancos de la asamblea, somos discípulos, destinatarios,
no sólo portadores, de la Buena Noticia, el Evangelio; nos
vemos pobres en recursos y en fuerzas, cautivos de nuestras
contradicciones, y oprimidos y sin libertad por nuestros
egoísmos, ciegos o medio ciegos que no terminamos de ver
correctamente, necesitados de entrar en el Año de Gracia del
Señor.
Y Jesús se manifestó entonces, y se nos manifiesta ahora
como el portador del Espíritu, el ungido, marcado, lleno del
Espíritu, el aliento realmente nuevo que necesitamos nosotros,
un poco agnósticos en nuestra rutina y desánimo, el empujón
que nos movería a nosotros, indecisos en su compañía, un poco
cansados y de vuelta de tantos esfuerzos fallidos.
Desde la Sinagoga de Nazaret, y contando pronto con el
rechazo de sus paisanos, seguirá Jesús cumpliendo la tarea que
anuncia Isaías, la proclamación de la Buena Nueva, y
comprenderá que "debe caminar a Jerusalén" (cfr. Luc 9, 51). Y
se pondrá en camino rodeado de su discípulos, y les anunciará
lo que sucederá al final de ese camino, y hasta por tres veces lo
repetirá: "Mirad, estamos subiendo a Jerusalén y se cumplirá
con el Hijo del Hombre todo lo escrito por los profetas, pues
será entregado a los gentiles y será escarnecido, insultado y
escupido, y después de azotarlo lo matarán, y al tercer día
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resucitará" (Luc 18, 31-33). Y sus discípulos, aun repitiendo
Jesús el mensaje con toda claridad, no entendían el lenguaje;
les resultaba tan oscuro que no cogían el sentido; y les daba
miedo de preguntarle sobre el asunto (Luc 9, 45).
Si somos nosotros los que escuchan a Jesús desde los
bancos de la sinagoga, también somos nosotros quienes
acompañan a Jesús en este camino hacia Jerusalén. Y los que
repetimos una y otra vez la historia de los discípulos del primer
tiempo. También nosotros vivimos decisiones insuficientemente
asumidas, o débilmente conscientes de lo que significa
acompañar al Maestro. También en nosotros la fe se queda a
veces a nivel de la pura emoción, que como capa de barniz tapa
las inconsistencias de nuestra opción creyente. También en
nosotros encontramos incomprensiones, que revelan miedos y
cobardías, inseguridad e indecisión. También entre nosotros
encontramos a quienes inician su labor misionera confundiendo
logros con brillos, tareas con éxitos; y a quien pone los acentos
en los resultados, valorando y cuantificando con fórmulas,
números y planes, que no son más que fórmulas, números y
planes. También entre nosotros encontramos todo tipo de
celotipias y rivalidades, y casi discutimos quién es más
importante, de modo que el individualismo ahoga la comunión y
el personalismo acaba con la fraternidad. También entre
nosotros se da el sentido del gueto y la exclusión del diferente,
de modo que clasificamos los que son y los que no son de los
nuestros. También entre nosotros es precisamente el grupo de
los que rodeamos a Jesús quienes actuamos de pantalla,
alejando o no acercando a los niños, haciendo callar a los que
quieren ver a Jesús como el ciego de Jericó, impidiendo que
conozcan y comprendan sus criterios, escuchen sus palabras, y
vean vidas inspiradas en su vida.
Pareciera que he juntado todas las incoherencias y
coleccionado todas las debilidades. Todas, y más todavía,
aparecen en los relatos evangélicos como protagonizadas por los
que acompañan a Jesús, sus discípulos. No somos nosotros
mejores que ellos.
Pero hay algo muy importante que es verdad. Lo dicho es
sólo la mitad de la historia. En los discípulos elegidos por el
Maestro, y en nosotros que hemos tomado hoy su relevo. En el
libro de los Hechos se hará memoria de lo que sucedió en toda
Judea, comenzando por Galilea, después del bautismo que
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predicó Juan. Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza
del Espíritu Santo, pasó haciendo el bien y curando a todos los
oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él. (Hechos 10,
37-38). Y en el mismo libro de los Hechos encontramos la otra
cara de la moneda por lo que se refiere a los discípulos. Se
acabaron las cobardías, se ha puesto la mano en el arado y ya
no se mira atrás; los ancianos y los escribas pueden amenazar y
prohibir enseñar en nombre de Jesús, pero los discípulos lo
tienen muy claro, no pueden menos que obedecer a Dios antes
que a los hombres y contar lo que han visto y oído. Y
aparecerán los mártires, Esteban y Santiago para iniciar la serie,
y hasta la persecución ayudará a extender el testimonio, no con
la alegría del éxito, sino con el gozo del seguimiento fiel,
'contentos por padecer el ultraje por el Nombre de Jesús'. Las
rivalidades se ahogarán en el 'nosotros' nuevo que surge de
Pentecostés. La comunión ha vencido al individualismo, y la
fraternidad reina sobre el personalismo. Ya no hay 'nosotros' y
'ellos', sino un solo 'nosotros' que va ensanchando los vientos
de su tienda, y acogiendo al último llegado, el sospechoso
Pablo, al que algunos miraban con desconfianza, y al centurión
romano Cornelio, sobre el cual con su familia también ha bajado
el Espíritu como sobre 'nosotros' al principio, y a los griegos que
aceptan la Buena Nueva del Señor Jesús que les han anunciado
en Antioquía como ensayando nuevos caminos algunos de
Chipre y de Cirene. Y las diferencias de trato en la atención a las
viudas se solucionará inventando ministerios y encomendando
tareas; y en las diferencias en los planteamientos se buscará la
verdad de la salvación común por la gracia del Señor Jesús en la
plegaria y el diálogo, hasta que puedan decir: Hemos acordado
el Espíritu Santo y nosotros.
Queridos Hermanos Sacerdotes y Hermanos todos:
también todas estas historias son historias nuestras. Historias
nuestras e historias del Espíritu. También nosotros hoy
seguimos escribiendo de alguna manera, muy auténtica, ese
libro que llamamos Hechos de Apóstoles, historias de testigos. Y
nos dicen que nos callemos y optamos por hablar y anunciar a
Jesús de Nazaret, el Señor Resucitado. Y luchamos porque los
pobres y necesitados sientan el alivio de los que más podemos o
pueden. Y experimentamos nuestra debilidad y la debilidad de
nuestros hermanos, y extendemos la mano abierta y acogedora.
Y nos levantamos una y mil veces de nuestras estrecheces y
nuestros aislamientos. Y hoy estamos aquí, distintos y a veces
distantes, pero hoy hermanados y cercanos, alrededor de la
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Mesa de la Eucaristía, y fortalecidos y unidos por el aliento del
mismo Espíritu. Ahora bendecimos y consagramos los Oleos y el
Crisma que simbolizan y realizan la acción del Espíritu que
mantiene a la Iglesia fiel a Cristo, viva y unida en la misión y
para la misión.
Por eso, porque hoy estamos aquí convocados por el
Señor Jesús y congregados por su Espíritu, traemos a la
memoria de nuestro corazón creyente a los Hermanos que hoy
no pueden estar con nosotros, a los que emprendieron la última
etapa del camino hacia el Padre, y a los que caminaron con
nosotros y hoy no están. Los que tenemos cerca, en el pueblo,
en la ciudad, en la diócesis, y a los que en la misma labor
evangelizadora están lejos. Hoy despedimos y enviamos a
nuestro hermano Pablo Prieto, que parte pronto para Nicaragua.
Que sea el Espíritu quien lo lleve y acompañe siempre, y quien
lo mantenga unido de corazón a Jesús, a la Iglesia diocesana y a
la Iglesia universal.
Saben que este día es para mí día de especial gratitud y
día de pedir perdón. Gracias por el testimonio y el ánimo que
recibo de Ustedes. Gracias porque saben multiplicarse en las
presencias y dividirse en las entregas. Perdón por mis
vehemencias, mis retrasos y mis silencios, por las veces en que
parece que no veo o no reconozco su tarea y su agobio, por las
ocasiones en las que desearían una palabrita de ánimo. Les veo,
reconozco su entrega, a veces heroica, siempre generosa.
Gracias de corazón, y gracias por su perdón.
Juntos pedimos también perdón a nuestras comunidades
por nuestro desánimo y nuestra inercia, por nuestra falta de
cercanía y acompañamiento. Estamos hechos del mismo barro,
y todos estamos necesitados del aliento del Espíritu que movió a
Jesús de Nazaret y a los primeros y los últimos discípulos.
"Cuando soy débil, entonces soy fuerte" (2 Cor 12, 10).
Aunque Pablo no lo decía en el mismo sentido en que podemos
decirlo nosotros, así sale de nuestro corazón, si nos damos
cuenta de que, reconociendo nuestra debilidad, sólo en Dios
podemos poner nuestra esperanza. Que el Señor nos bendiga
con su amor y nos llene de amor mutuo.
+ Francisco, Obispo

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