jueves, 19 de abril de 2012

¿Canarios?


No, no me refiero a los habitantes del archipiélago (antes “Canario”) tabaibero; tampoco a los “canarios”, con los que algunos definen a los habitantes antiguos de esta isla del gran tabaibal; que tampoco -yendo más atrás-, a aquella tribu del norte de África, llamados “canarii”, de donde la denominación de las islas y de sus moradores.



Tampoco me refiero a la partitura para guitarra, la mejor escrita –según la crítica musical- compuesta por el sacerdote aragonés Gaspar Sans, que en el siglo XVI, inspirándose en los esclavos guanches en Nápoles, llevó el ritmo de los bailes o danzas de nuestros ancestros al pentagrama, con la calificación antes dicha.

Que la cosa va, por la mataperrería de unos niños, que, en su El Pajar de nacimiento, allá en el Arguineguín, por donde los eucaliptos, y en ellos los nidos de los palmeros y otros, eran cogidos por la chiquillería como parte de los juegos de buscar nidos. Nidos, que otras veces, caían al suelo como efecto de los vientos...

Y siempre –también en las cumbres de la infancia de un servidor lo mismo-, el arte de buscar nidos, y “¡tengo un nido de...!”, y lo de: “¡no lo toques, para que no lo aborrezca!”, y allá con jaulas, para ponerlo dentro y que desde fuera los padres los alimentaran, y ya presos para siempre, para la venta, intercambio o goce personal, con cruces y demás.

¡Tiempos aquellos, con falsetes (trampas), para cogerlos. Hoy esquilmada la fauna, casi ha desaparecido, razón por la que si te ven con uno de ellos, ¡te la ganaste!, porque te multan al estar protegidos. Y, que no por acción de la chiquilería hayan venido a menos y especies desaparecidas (que sabemos de manos de quién y por qué). Que recuerda uno: Capirotes, linaceros, queseros, palmeros (ya citado), pintos, canarios del monte, jorneras, alpispas (estas eran benditas y no se podían coger, porque con el movimiento constante de balanceo de la cola, dicen borraron las huellas de la Sagrada Familia, cuando huyeron a Egipto, y fueron perseguidos), mirlos (mi padre los llamaba “¡merlos!” y, ¿para qué seguir?

Que mi cuento o relato hoy viene, porque Pepillo (y otros, se daban a esta operación), los cogía, y pintándolos de amarillo (pasándolos por el azafrán), quedaban, siendo palmeros, como si fueran canarios. Y tal era la cosa, que otros no había, y con asombro para los que desconocían la estrategia gamberril (inocente), pensaban en el gran número de pájaros canarios que habían en el lugar.

Solo faltaba, que en tiempos más recientes y no tan lejos, fueran ofrecidos a turistas y a otros como el pájaro canario-canario, para llevarse el chasco, con el tiempo, que lo que tenía en jaula y casa, no era un canario, sino un palmero u otro pájaro, disfrazado o caracterizado de “canario”.

En todo caso, queda como anécdota y reflejo de una época en la que se desconocía para jugar esas maquinitas, móviles, ordenadores y demás, donde el deporte es solo del dedo índice y alguno otro más, en el manejo de lo que ha privado a la infancia de aquellos juegos, donde con un canuto de caña, poniéndole cuatro patas y cuernos –en sendos agujeros- se tenía un animal, para jugar...

O bien con tuneras y, ¡con cuanta imaginación!, y sin nada, se jugaba, se corría, se despertaba a la vida, en el medio más sano, que es la plena naturaleza, de la que el asfalto y cemento, nos ha retirado, perdiendo esa astucia y sagacidad, propia de una infancia ya casi desaparecida, al pasar de los sesenta, y donde se comienza a vivir de recuerdos y nostalgias.

El Padre Báez.

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