lunes, 10 de septiembre de 2012

El espantapájaros

El espantapájaros

Es lo que se le decía a alguien que permaneciera quieto o parado, mirando y escuchando conversaciones de mayores, o sin decidirse a hacer lo que tenía que hacer, que se le espetaba preguntando: “pero, ¿qué haces ahí de espantapájaros?”

Y ello, porque estos artilugios no se movían de donde se les pusieran, que generalmente –y repetidos (es decir: más de uno)- se ponían en medio de los sembrados -sobretodo de trigo-, para asustar a los pájaros y así asegurar la cosecha.

También los vi en la cogolla de los árboles en fruta –pongamos que cirueleros, higueras y otros- para igualmente poder coger las frutas, que de lo contrario, los pájaros, más madrugadores que uno, y llegando y viendo lo que uno no, eran los primeros en probar lo que madurara, y si venían en bandadas, hacía una auténtica limpia, dejando picoteados –siempre los más maduros y dulces- los higos, ciruelas o lo que se preciara que cada uno tuviera.

Cierto, que los había bien originales (hace ya muchos años no veo uno [tantos como los que hace se abandonó las faenas del campo]), que rellenos de paja, se les hacía una bola de cabeza, se le pintaba la cara con ojos y demás, se le ponía un sombrero, y todo ello sobre una chaqueta vieja, con camisa interior, con pantalón y zapatos (viejos ambos), que pinchándolo todo en una caña o palo, ciertamente parecía un hombre en medio de lo sembrado o entre los árboles; así lo creían los pájaros, que espantados –y más cuando alguna brizna de aire movía la ropa del machango- salían despavoridos piando.

De entrada, no osaban entrar, por más hambre que trajeran, porque creían era realmente el dueño el que estaba allí, y no un espantapájaros, que justamente haciendo honor a su nombre, por el rededor del mismo, nos e acercaba ni uno.

Pues vienen este relato-recuerdo de infancia perdida e ida, porque he tenido que recurrir al viejo invento, para librar mi huerta de los mirlos, pues buscando lombrices o tierra mojada, me hacen un desastre: me arrancan semillas, plantas pequeñas, me revuelven la tierra sacándola del cantero, otras veces me rompen los surcos, y me lo llenan todo de sus excrementos, que en ningún caso es estiércol o abono, sino suciedad.

Conozco, lo que otros hacen para deshacerse de ellos (¡ni se lo cuento!). Jamás los imitaría, entre otras, porque aunque no me entren en la huerta –a partir de ahora-, al menos desde la de los vecinos y entorno a la mía, los oigo, y créanme: para un servidor, no hay música mejor. Y bien fijados, hasta visten como un servidor (pantalón negro y jersey amarillo; ellos, plumas negras y pico amarillo [si es el macho]), razón por la que además de apreciarlos, los tengo que “castigar”.

Pues lo dicho, si quieren verlo, están invitados; lo tengo entre los olivos, y por donde entran, para ver si logro frenarlos.

El Padre Báez.

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