Debajo de la higuera, en su choza, bajo el
castañero...
... esos fueron los sitios o puestos de mis cabras, las
de mi padre, y pasando por esas tres fases o momentos de mi edad. Que primero en
el Lomo de las Pitas y en casa de alquiler en los primero años (hasta los 6/7)
de mi infancia, las tenía cerca de la carretera, y bajo una higuera, que le
hacía de cobijo y sombra -aunque sabemos a las cabras les encanta el sol, pero
sombra para la comida segada, en ramas, tunera o lo que fuera, en pesebre de
piedra cerca del tronco; que no faltó en la Huerta de los Castañeros,
un poco
más abajo posterior y en casa propia donde terrenos de la abuela antes y después
por herencia, con su choza, al igual que más arriba antes, donde en el techo,
con planchas de cinc, y con palos de eucaliptos por columnas y soco o arrimo
donde guarecerse, el pesebre en primer plano y no lejos la choza o almacén de la
comida cogida (que se faltaba a clase, con aquella justificación: “¡tuve que ir a buscar comida para las
cabras!”), y aquello era -entonces- como decir estuve en cama enfermo y
no pude venir. ¡Tiempos aquellos, en los que las cabras, eran lo primero! Y bajo
el castañero, ningún sitio mejor, echándose bajo y fuera de la sombra buscando
el sol, abonando con el estiércol las cercanas papas o millo, o enriqueciendo el
montón que comprarían los estercoleros de Valleseco, limpiando la estercolera
hasta las últimas raspas, en sendas cestas de caña y mimbre, que entongadas iban
camino al camión siempre parado en lo más cerca posible con el acarreo de tres o
cuatro muchachos, que decían lo llevaba al sur, a los tomateros, dejando unas
pesetas que aliviaban la escasa economía familiar y era un recurso permanente,
pues al día siguiente la estercolera -en círculo de piedras-, comenzaba a subir
poco a poco, donde con agua echada, pudría cuanto allí se depositara. Y las
cabras donde quiera que estuvieran, aportando la materia prima: sus cagarrutas y
orines en la cama, hacían dinero, más allá de la leche y queso, baifo y ella
misma si la operación cuadraba.
El Padre Báez, evocando recuerdos permanentes de una
infancia que no muere, rescatando del olvido escenas de vida, de economía, de
escuela de la vida, donde el niño hoy sería visto cual explotado, y aquello dio
doctores y licenciados.
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“... cese la
maldad de los culpables...”
(salmo
7).
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Del joven teólogo y profesor de Religión esposo y padre,
Don Cristóbal Navarro Saavedra:
Pues he aquí un
detalle que tenía en casa. Me lo entregaron tras una de tantas charlas que da
uno por mi queridísima Gran Canaria.
Leyendo su
exposición, recordé la posesión de este poderoso elemento decorativo que para
otros fuera el toro de Lidia. Para mí, lo mío que me dio de comer, si no fuera
así ¿cómo nos explicamos mi altura de 1,93m.?; máxime si soy nieto, por una
banda de vecinos maravillosos de Tejeda y por otra de entrañables aldeanos. Ni
enfermedades, ni crisis nerviosas, ni hiperactivo, ni otra cosa más que
felicidad familiar. Sólo lo emito para que vea la presencia de la cabra permitió
no sólo salir adelante a las familias sino que facilitó su esencia, su vínculo
común con nuestra historia y ni hemos respetado este particular como otros cuya
consecuencia ha derivado en el drama de finales del siglo XX e inicio del XXI:
familias desestructuradas, falta de dignidad y desarraigo cultural y religioso.
“De aquellos polvos estos
lodos”.
Un abrazo.
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Y del hermano sacerdote Don Francisco Martel, este
estrato de su comentario ayer en LA PROVINCIA:
Amigo Lucas, acabo el minuto felicitando al sacerdote Fernando
Báez por la reunión el viernes pasado en el Valle de Agaete en defensa de las
cabras, animales que durante siglos forman parte de nuestra historia canaria.
Pido a Dios que nuestro Cabildo con gente competente abra los ojos y que deje
cuanto antes de matar a quien tanta vida siempre ha dado a los
canarios.
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Y de José Juan Espino Rodríguez, como los de anteriores
ocasiones, salidos de su intelecto:
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