Las tabaibas deterioran la
tierra...
“... los campos no dan cosechas... se acaban las
ovejas... y no quedan vacas...”
(del cántico de Habacuc, 3, 2-4. 13a. 15-19)./ “... todo se desmorona... hacen sufrir un
desastre al pueblo... a desbandada huyen...” (del salmo 59)./ “... gozan destruyendo...” (del libro
de la Sabiduría 1, 13-15)./ “... cercan los senderos con espinos...
derriban las tapias... no se encuentran los caminos... nos persiguen... nos
quitan el trigo... todo lo vuelven selva y matorrales... los antiguos huertos
son la esperanza... sembraré...”
(del profeta Oseas 2, 4. 8-25)./ “...encerrado,
no puedo salir... los ojos se me nublan de pesar...”
(del salmo
87).
... la agricultura, no es un negocio (como pretende y ha
logrado el mundo financiero), destrozando las raíces de la vida normal; es
cultura y es consumo. La agricultura local, crea relaciones sociales o
comunitarias. No nos podemos reducir a consumir todo traído de fuera (y dejar la
tierra solo y todo para las tabaibas). Todos, al cien por cien provenimos del
mundo agrícola y ganadero (en nuestras raíces o pasado).
De hecho, la falta de
agricultura ha logrado la desaparición del paisaje, y por descontado ha mermado
o reducido al mínimo la diversidad y riqueza de flora y fauna que teníamos (eso
es lo que ha conseguido el cabildo con su miedo y el sepro). Tenemos pastos,
pero no pastores; tenemos agua, pero no agricultores. Ya supervivir es un
peligro (por multas y sanciones que recaba el cabildo de la pobreza de los
campesinos). Nos sostiene la agricultura de fuera, no la nuestra que no existe.
De paso se ha perdido la cohesión social, ya inexistente. Con la agricultura de
otros tiempos atrás, se protegía el ambiente (el miedo y el sepro [el cabildo],
se lo carga). El empobrecimiento crece, al ver los propietarios, cómo se les
prohíbe y multan si intentan volver a la agricultura y ganadería. No podemos
seguir con el monocultivo de tabaibas. Nos hemos quedado sin: prosperidad, sin
sociedad y sin medioambiente (tenemos miedo ambiente, sepro y cabildo). Las
tabaibas solo consiguen deteriorar nuestro rico suelo en otros tiempos. Hemos
-también- perdido la riqueza del pastoreo. Hay que volver a la agricultura a
pequeña escala, que es la que beneficia a la población (la otra consume
petróleo, energías, fuentes fósiles, transporte, producción, etc.). Los
agricultores locales y la tierra propia, pueden alimentar a la población,
siempre que se vuelva al cultivo (y desaparezcan las tabaibas). Hacen falta
árboles y animales (además de la agricultura, ¡por supuesto!). Nos jugamos
beneficios ambientales y sociales. Hay que deforestar la isla de tabaibas y
volverla agrícola y productiva. Hay que reducir el hambre (o lo que es lo mismo:
pobreza y paro). El cabildo solo reforesta basuras. Los “técnicos” y los
“expertos”, nos han traído a este lamentable y desastroso presente. Los únicos
que pueden regenerar la tierra, son los (pocos) agricultores. Por descontado,
nada de industria derivada de lo que no existe: la agricultura y ganadería.
Sobra fertilizantes y pesticidas cancerígenos que nos entran con productos de
fuera...
El Padre Báez.
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88. Los Obispos de Brasil han remarcado que toda la
naturaleza, además de manifestar a Dios, es lugar de su presencia. En cada
criatura habita su Espíritu vivificante que nos llama a una relación con
él[65]. El
descubrimiento de esta presencia estimula en nosotros el desarrollo de las
«virtudes ecológicas»[66]. Pero cuando decimos esto, no olvidamos que también
existe una distancia infinita, que las cosas de este mundo no poseen la plenitud
de Dios. De otro modo, tampoco haríamos un bien a las criaturas, porque no
reconoceríamos su propio y verdadero lugar, y terminaríamos exigiéndoles
indebidamente lo que en su pequeñez no nos pueden
dar.
V. Una comunión
universal
89. Las
criaturas de este mundo no pueden ser consideradas un bien sin dueño: «Son
tuyas, Señor, que amas la vida» (Sb
11,26). Esto provoca la convicción de que, siendo creados por el mismo
Padre, todos los seres del universo estamos unidos por lazos invisibles y
conformamos una especie de familia universal, una sublime comunión que nos mueve
a un respeto sagrado, cariñoso y humilde. Quiero recordar que «Dios nos ha unido
tan estrechamente al mundo que nos rodea, que la
desertificación del suelo es como una enfermedad para cada uno, y podemos
lamentar la extinción de una especie como si fuera una
mutilación»[67]. (de Laudato
si, la encíclica de Francisco).
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