Cada
año, matábamos un baifito (costumbre tabaibera)...
... y nos lo comíamos; a mí no me gustaba, aquella,
era una carne rara, era algo fofo, sin consistencia, blando, me daba asco... y
así mi infancia y juventud, fue vegetariana. Era, el único plato que cocinaba
mi padre (uno al año, sin más [procedía el de cabreros], y lo sabía hace) -ante
mi extrañeza de verlo cocinar en el puesto de mi madre- con los condimentos
aprendidos, y por más que olía bien, a mí (a un servidor), a mí no me gustaba.
Aquello,
era un ritual singular y muy propio del mundo rural ancestral. Siempre se hacía
con un baifo macho, y ello -para aprovechar la leche de la cabra- se le
sacrificaba (mataba) a la semana de nacido, aún muy tierno (mi padre se chupaba
hasta los huesos), con lo cual todavía estaba en leche -lechoso-. Si el parto
fue triple -normal entonces, término medio- siempre se criaba la hembra, o más
de una; el macho que se comía, y si más del mismo sexo se vendía, que era una
forma de aliviar la economía con un buen baifo (pasaban los compradores de
baifos por las casas solicitándolos)-este sí, bien gordo, porque cuanto más
peso, mayor precio- y es el caso, que en aquella ceremonia, de segarle el
pescuezo al baifo, verlo con la cabeza separada, cuando antes habías jugado con
él, y si era o no tuyo o de tu hermano, te quedabas, sin ese “juguete”, que
luego, el descuero, agarrado a un palo (cogidas por las patas de atrás, se
enganchaba del palo de la parra, y se tiraba del cuero [utilizado como
alfombrilla, para pañal bajo las sábanas de los niños, etc.,] y abierto por el
centro), allí el “tripaje”, y en búsqueda de la vejiga del cuajo (aprendíamos
ciencia natural: que si el corazón, los pulmones, las asaduras, etc.) ; y de
cara al cuajo, antes de matar al animalito, se le daba toda la leche posible,
para que fuera un buen cuajo, que colgado de la parra primero al sol, y luego
en la cocina -entonces de leña y humo- el cuajo se iba endureciendo (madurando),
hasta que pasados un par de meses o más, se escachaba (con manilla y almirez) con
sal, y a un bote de cristal, para ir extrayendo para cada cuajada un poco, y
según la cantidad de leche, y hacer el queso. Esto, que en resumen les cuento, es
para que vean ustedes mis amigos, cómo desde pequeño, me asqueaba la carne,
toda vez que ese lujo era solo de ricos, que los pobres, con el cochino, teníamos
carne todo el año, a repartir el día de la matanza, y dado que cada familia
tenía su propio cochino, había carne fresca -que se devolvía el favor (“¡mi
madre le manda esto!”)-, y en un barril con sal, todo el año, para el
gofio escardado, para con los jaramagos y papas, y quede de paso los
chicharrones, las morcillas, la vejiga-balón, con la que jugar a la
“pelota”..., toda una película que pasa por mi mente de hombre mayor (ahora 68
años) recordando lo que hoy te prohíben: no puedes matar un baifo, no puedes
matar un cochino -por más que sea tuyo y para comértelo- pero ellos, sí, ellos,
nos matan las cabras..., sin más comentario (no sigo).
El Padre Báez, que fundamenta así, su amor a las
cabras, y cómo en su defensa, me queda mucho por decir (acabo de comenzar).
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Uno de tantos (J. J. Espino):
Mi estimado Padre Báez: Lo inexplicable es
cómo una persona de origen de Agüimes, pueblo de agricultores, pescadores,
ganaderos y PASTORES, cometa tamaña salvajada. Del otro, el tal Brito, me
lo puedo creer ya que posiblemente sea de Ciudad y de animales sabrá lo que yo
de extraterrestres. Un fuerte abrazo.
“... tus ganados pastarán en anchas praderas...” (Is. 30, 18-21. 23-26).
/ “... cabras que no tienen
pastor...” (Jesucristo: Mt. 9, 35-10, 1. 6-8).
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