Cuando El Tabaibal era
Canarias...
“... era muy
rico en ganado... poseía ovejas, vacas...” (del Génesis 13, 2.
5-18).
“... los
perros... los cerdos...” (Jesucristo en el evangelio de san
Mateo
7,6.12-14).
“... al filo de
los gallos, en guardia labradora despiertan en los montes...” (del himno de
Laudes del martes
IV).
“... bajan la
lluvia... después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para
que de semilla al sembrador y pan al que come...” ( del profeta
Isaías 55,
10-12).
“... recuerdo los tiempos antiguos...” (del
salmo
142).
... los meses eran: “... san Juan (Junio), Santiago (Julio)...” Y los otros se
citaban con otros nombres de santos, refranes o dichos afines, y así se decía
-así se lo escuché a mi abuela- ¡así vea los ojos de Dios!, cómo este pasado
sábado a mis feligreses de Cazadores, antes de la Misa (y a mi padre en su día
lo de los meses) en encuentro sabatino en la plaza junto a la Iglesia, una hora
antes de la Eucaristía, donde competían en el enunciado y enumeración de los
meses por santos y dichos (o refranes), a distintos ancianos y gentes de mi edad
(con cometarios afines, dignos de ir a parar a libros, ya que aquí no cabe tanto
y tan bueno), que si:
“Agosto: refresca el rostro”
“Septiembre: el que quiere trigo, que
siembre”
“Octubre: las vacas hacen ubre”...
Y así, nótese la connotación agrícola y ganadera, que es
la que regía el calendario, unido a la religiosidad. Y valgan los tres (o cinco)
ejemplos puestos, para darnos cuenta cómo todo giraba en torno a la piedad o
espiritualidad y alrededor de las actividades campesinas (agricultura y
ganadería). Queden al menos como recuerdo de una época ida, quitada, desterrada
por la clase política que ha hecho del puerto su finca particular al comprar
fuera lo que no nos dejan producir dentro, y cobrar por ello aduanas y otras
tropelías, que nos: enferman, envenenan y matan. Y, cuando eso era así, hemos
venido al solo cultivo -sin cultivarlas, pues se auto siembran y expanden ellas
mismas sin la mano de nadie- de la devoradora de tierras y terrenos, la tabaiba
endiosada y protegida, sin que su leche sea comestible, ni de ella queso se haga
o sirva como terapia o medicina contra algo. La pobreza actual, lo es también en
dichos y refranes, y por supuesto cuando ya no se mira a las nubes (sobra Dios)
por lo del refresco del rostro, ni cuando se mira a vacas inexistentes, si hacen
o no ubre y cuando ya el sembrar por más que se vaya septiembre, lo trascendente
pierde campo, como el campo pierde cultivo y ganado. Eso es lo que ha desplazado
la tabaiba (y no es todo, sino unos ejemplos del decir o hablar campesino, tan
sabio y profundo, que se pierde para siempre, al perder lo que los sustentaba o
justificaba: las faenas y trabajos en el campo, bien se cultivara o se atendiera
ganados, casi siempre a la par). Al presente, ni cambio de tiempo, ni miradas a
ubres de vacas, y menos las sembradas (se cavaba, se araba, se zorribaba, se
barbechaba, se surcaba, se trillaba, se..., se..., se..., ¡ahora nada de nada!
Perdemos riqueza, perdemos tradición, perdemos identidad, perdemos trabajo,
perdemos dignidad, perdemos fe, perdemos comida sana, perdemos por las multas
que ponen si se intenta hacer algo de lo señalado aún en la más mínima
expresión, perdemos..., perdemos..., perdemos..., solo ganamos tabaibas, y más
de lo mismo, ¡y para nada! ¡Bueno, para multas que ponen el seprona y el miedo
ambiente y se embolsa el cabildo los dineros de los pobres ex campesinos que
nada pueden hacer en el campo, sino recordar meses y refranes que les marcaba la
vida y la Vida!
El Padre Báez.
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11. Su testimonio nos muestra también que una ecología
integral requiere apertura hacia categorías que trascienden el lenguaje de las
matemáticas o de la biología y nos conectan con la esencia de lo humano. Así
como sucede cuando nos enamoramos de una persona, cada vez que él miraba el sol,
la luna o los más pequeños animales, su reacción era cantar, incorporando en su
alabanza a las demás criaturas. Él entraba en comunicación con todo lo creado, y
hasta predicaba a las flores «invitándolas a alabar al Señor, como si gozaran
del don de la razón»[19]. Su reacción era mucho más que una valoración
intelectual o un cálculo económico, porque para él cualquier criatura era una
hermana, unida a él con lazos de cariño. Por eso se sentía llamado a cuidar todo lo que
existe. Su discípulo san Buenaventura decía de él que, «lleno de la mayor
ternura al considerar el origen común de todas las cosas, daba a todas las
criaturas, por más despreciables que parecieran, el dulce nombre de
hermanas»[20]. Esta convicción no puede ser despreciada como un
romanticismo irracional, porque tiene consecuencias en las opciones que
determinan nuestro comportamiento. Si nos acercamos a la naturaleza y al
ambiente sin esta apertura al estupor y a la maravilla, si ya no hablamos el
lenguaje de la fraternidad y de la belleza en nuestra relación con el mundo,
nuestras actitudes serán las del
dominador, del consumidor o del mero explotador de recursos, incapaz de poner un
límite a sus intereses inmediatos. En cambio, si nos sentimos íntimamente
unidos a todo lo que existe, la sobriedad y el cuidado brotarán de modo
espontáneo. La pobreza y la austeridad de san Francisco no eran un ascetismo
meramente exterior, sino algo más radical: una renuncia a convertir la realidad
en mero objeto de uso y de dominio.
12. Por otra parte, san Francisco, fiel a la Escritura,
nos propone reconocer la naturaleza como
un espléndido libro en el cual Dios nos habla y nos refleja algo de su
hermosura y de su bondad: «A través de la grandeza y de la belleza de las
criaturas, se conoce por analogía al autor» (Sb 13,5), y «su eterna
potencia y divinidad se hacen visibles para la inteligencia a través de sus
obras desde la creación del mundo» (Rm 1,20). Por eso, él pedía que en el
convento siempre se dejara una parte del huerto sin cultivar, para que crecieran
las hierbas silvestres, de manera que quienes las admiraran pudieran elevar su
pensamiento a Dios, autor de tanta belleza[21]. El mundo es algo más que un problema a
resolver, es un misterio gozoso que contemplamos con jubilosa
alabanza. (de la encíclica de
Francisco Laudato si).
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