Siguiendo las huellas de los Guanches:
¡Ahhh...!, ¡qué maravilla!, huelo a jarilla, a lavanda, a salvia, a retama, a...! Más maravilloso fue comer juntos, compartiendo el queso, los tomates, la mortadela, la tortilla, los plátanos, las manzanas, los bocadillos de chorizo, y de lo más variado..., toda una lección de unidad, en perfecta circunferencia, cual si en torno a una mesa común, estuviéramos tomando fuerzas, para seguir la ruta y llegar hasta la altura máxima del lugar allá arriba al frente.
Habíamos salido puntuales, del lugar de la cita: La Barranquera, de Telde, y llegábamos al almuerzo, casi tres horas después. Luego emprenderíamos la marcha, lenta, cansina, empinada, y solo una se nos quedó en mitad del camino, porque sus fuerzas no le daba para más, pero seguíamos el resto, que en esta ocasión respecto a la última salida hace quince días, nos habíamos doblado en número, llegando en esta ocasión a la veintena de senderistas amigos de la arqueología.
Así que en cuatro coches, repartidos y a cinco en cada uno, nos dirigíamos hasta la casa sorpresa, que en su día un servidor descubriera, en aquel cercano barranco y no muy lejos de la carretera, nuestro primer objetivo, donde después de dibujar lo que íbamos a ver y reproducirlo en miniatura en el suelo, con piedras pequeñas, para posteriormente destrozarla y así descubrir en el juguete-ensayo-esquema, la antigua edificación, nos fuimos al original descubriendo justo lo que habíamos previsto, pero con un solo fallo, y es que en el centro de la casa, nació un pino, y que en su entorno, a lo lejos solo se veía un majano de piedras, que escondía la casa cruciforme, con sus alrededores aborígenes, que asombraron de admiración a cuantos nos encontrábamos ante tal prodigio de construcción en cuanto sus piedras por el tamaño, como por su encajonamiento, como por sus niveles y proporción más allá del deterioro del tiempo, nos mostraba toda su belleza y grandeza, pero, todo eso quedaba atrás, y por delante teníamos el nuevo reto.
Ahora, se trataba de alcanzar aquellos túmulos, en lo alto del lugar antes dicho, con aquel complejo urbanístico, que sorprendieron al doctor arquitecto, como al aparejador -y resto de acompañantes-, que nos señalaron sus conocimientos, más los que un servidor como historiador añadía para reflexión y conocimiento de lo que veíamos y contemplábamos como almogarén y casa del faycán o sacerdote encargado de su cuidado y culto, donde los ritos y ceremonias a Acorán. Todo ello desde una atalaya impresionante por las vistas desde el lugar y el ocultamiento a senderistas y caminantes extranjeros con los que nos cruzamos, y que lógicamente por falta de señalización pasan de largo de lo mejor que pudieran ver en nuestra tierra, que es la manifestación artística de aquellos que en decir de Le Canarien, eran –somos- los hombres más sabios del mudo, belleza aparte, que también.
Había que descender de alturas tales, y al llegar a los coches, nos aguardaba la mejor de las meriendas, donde el buen humor y nuevamente el compartir, hicieron gala de la mejor jornada en tiempos habidas, y tanto que antes de partir, acordábamos fecha y lugar para la siguiente salida senderista-arqueológica, y antes que la noche nos cogiera, partíamos hacia el lugar de salida donde la mitad de los coches esperaban a sus respectivos chóferes, donde nuevamente la despedida de un día difícil de olvidar e imposible toda vez que las cámaras fotográficas recogieron con puntualidad y fidelidad tanta historia, y manifestación del buen hacer de aquellos hombres que nos asombraron por su perfeccionamiento en sus construcciones que vencen los siglos, a pesar de los más de dos mil años, que algunas de esas construcciones nos separan de sus ejecutores, y que permanecen ante el asombro de los que las descubríamos por no estar en catálogo o libro alguno (“guías” llamadas y con tres ediciones, que las ignora o desconoce, sin más; y gracias a ello, se conservan en el buen estado en el que se encuentran, y ver que parecen hechas ayer por la tarde.
El Padre Báez.
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