El apodo de “Los Tumbas”:
Somos herederos de acciones realizadas por nuestros antepasados, generaciones muchas atrás, sin haberlo bebido, ni gustado. Es decir, se comieron ellos la fruta verde, y padecemos nosotros la dentera. Viene esto a cuento, con referencia a los apodos.
Me parece, que la vida urbana y el anonimato, está consiguiendo la desaparición de los nombretes o más finamente dicho, los apodos; que no reflejan sino la astucia y anécdotas del pasado, muchas de ellas, dignas –por no decir todas- de pasar a la Historia, por cuanto tiene de filosofía, razonamientos o descubren comportamientos y hechos o hitos que cambiaron y marcaron nombres y dataron familias o apellidos por y para siempre.
Pues, les cuento:
Imagine el lector, un lugar o pequeño poblado diseminado y perdido en el fondo y lejano barranco, y que el cementerio, está lejos, muy lejos y alto, y más allá de la distancia, que estamos en tiempos bien atrás, cuando a los muertos, se les sacaba de la casa mortuoria en unas parihuelas, y por tanto portado por dos hombres. En el caso que les traigo a conocimiento, se trata de alcanzar la altura de varios cientos de metros después de subir y subir, y más subir, pareciendo nunca llegar por un estrecho camino, en continuo zigzagueo, para aliviar la pendiente, pero pendiente sin remanso o meseta sino al final y después de mucho, mucho ascender, y que las orillas de tan estrecho y empinado camino, está bordeando el risco siempre y acompañado de pitas y lagartos si en verano...
Que, había un pobre hombre, que por costumbre tenía, no ir a ningún entierro; pero, al de nadie; que no, que no cumplía con esta obra de misericordia, y se quedaba en su casa, viendo ir el cortejo fúnebre, desde la distancia cada vez mayor; pero, sucedió, que un mal día, se murió un vecino, tan pegado a su propia casa, que ya era demasiado descarado no ir al entierro, cosa que hizo de las muy pocas que antes repitieran, que avisados los del acompañamiento, sorprendido al ver a quien nunca antes habían visto en tal menester, acordaron no relevarlo si cogía al muerto, como que así fue y lo hizo, tocándole la parte más pesada del cadáver, al cargar la parte posterior, justo donde la cabeza y el peso deslizado del muerto sobre él todito entero, a la par, que el que llevaba las parihuelas en la parte delantera, al ir empinado el féretro, y corresponder a los pies del difunto, casi nada pesaba el muerto en la parte superior al corresponder como queda dicho a los pies..., pues que a este de delante, de continuo, lo relevaban, sin que nadie lo hiciera al que portaba la parte más pesada, y dándose cuenta de la malicia de todos y que nadie le pedía el relevo, cansado y sudando como un mulo, reventado por el peso, cansancio y largo trecho, que subía y subía, él solito, sin cambio, comenzó a decir por lo bajo y cada vez más alto: “¡o me quitan el muerto o lo tumbo!”, y tantas veces dijo esto, que “tumba” se quedó para toda la vida (Los Tumba), pero no solo él, sino cuanto descendiente aún viven, y que responden seguido de los nombres con el apelativo, cual su apellido fuera de “los Tumba” o “el Tumba”, y así: Pepe el Tumba, Juan el Tumba, María la tumba (por poner algunos ejemplos)...
El Padre Báez, que no desvela el lugar, para preservar a la familia de aquel hombre, que nunca iba a entierro alguno (salvo al que le cambió el nombre).
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