Mis
tres hijas:
Una me la atribuyen en La Atalaya de Santa Brígida, y hasta dicen es mi propio retrato; pues, ¡qué bien!, otro la hizo, y me la pegan, sin más. Y ello, por la cercanía de la madre –madre soltera- y colaboradora con un servidor en el campo de las catequesis, y otras.
La segunda, es una madre de sus hijos, que hasta me llama “papá” y me muestra a sus pequeñas, como su “abuelo”, y ello, porque asistiendo en su día a un campamento de verano en Güi-Güí, desde entonces, con su casco para la moto, me acompañaba cada sábado a la Parroquia (al Lasso), donde la feligresía infantil y juvenil, le dio por decir –sin que yo lo supiera, y creyéndolo ciegamente- era mi hija, “la hija del cura”, y así sigue la cosa.
Y la tercera, es una pobre desgraciada de quien todo el mundo me aconsejaba, me apartara de ella, ¡que no era de buena reputación, y que un servidor pronto descubrió (no lo sugerido), sino su vacío, sufrimiento, falta de estima y afecto, y no es que uno se los diera, sino que ante tanto desprecio por todos, incluida su familia, suplí en parte, con lo que pude, y he cargado con ella en todas las celebraciones, en idas y venidas, hasta el presente después de cuatro años!
Y ésta, hija espiritual. Ella dice, que he sido para ella, como un padre, y en ello estoy –humildad aparte-. Y, si hablo o escribo sobre este tercer caso de falsa filiación carnal, pero que no me molesta, es porque la tercera, encaminada, anda tras el matrimonio, pues tiene novio, y si la cosa no se tuerce, acaba en el altar. Y heme aquí, preocupadísimo, preparándola para tal estado (el de casada), que un tanto desentendida de la familia rota a la que pertenece, y viviendo en la alegría dela vida, sin más preocupación que la de comer, anda uno insistiendo que haga un curso de cocina, que se fije en cómo se hace de comer, que aprenda esa labor culinaria, en la medida que pueda de su progenitora (¡harto difícil!), que de no saber hacerlo, pudiera ser motivo de un posterior divorcio, separación, ruptura o/y problemas a evitar. Que aprenda a cocinar le digo –entre otras cosas- cada día.
Y uno, que tuvo tres hermanas (me quedan dos), recuerdo cómo mi madre, enseñaba a coser, a plantar, a hacer la comida, y las cosas de la casa, educando a sus hijas, para que fueran buenas madres y mejores esposas. Y bien que aprendían mis hermanas, a tal fin, que han hecho felices a sus esposos e hijos, por el buen hacer –modestia familiar aparte-. Que lo refiero al tercer caso o tercera “hija”.
Que no admite un servidor la igualdad de sexo en esto de la cosa doméstica (aunque huérfano, me toca hacerlo), ya que creo firmemente, que la naturaleza, las hizo distintas en los mil detalles con los que se diferencian o nos diferenciamos. Y nada me importa me llamen machista, porque macho, lo soy. No soy hembrista, gracias a Dios.
Que el novio, no se cuida, sino que cuida de animales (vacas, cabras, ovejas, anda entre estiércol y tierras), aunque a ella que le encanta las faenas del campo, sí que le va a ayudar, como él que atiende a su madre enferma, pero con los matices ya dichos y sabidos. Y ambos andarán entremezclándolo todo, pero cada uno con esas peculiaridades propias; que tienen las mujeres, otros valores; tienen ellas, otros esquemas; nos ganan en la capacidad de sacrificio; saben renunciar, frente al varón; dan conversación, que es paz; tienen espíritus distintos; tienen instinto de protección; son más “potentes”; son un apoyo; aconsejan; tienen criterios distintos; etc.
Nada de esto (lo anterior) quita, para que el esposo haga la cena y la cama si hace falta, pero..., que cosan y planchen (aunque nada se le cae al varón si lo hace); el hombre debe saber no depender de nadie, pero..., insisto a mi tercera hija, que aprenda a cocinar. Dicen al marido se le gana con la comida, y malo es, que el marido tenga que –además- cocinar, porque su esposa no sabe.
Que sí, que tengo más hijas, e hijos. Los feligreses todos y mis amigos, me llaman “padre”.
El Padre Báez.
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