Por qué las quiero y defiendo
(a las Cabras).
Por qué las quiero y defiendo
(a las Cabras): Porque desde niño las cuidé. Se iba mi padre al
trabajo, y me decía cuidara las cabras. Les tenía que coger comida (segar
hierbas, coger ramas, traerles agua desde el barranco...), y aunque siempre mi
padre me dejaba comida para ellas (cañas, millo en rama, tuneras [que
previamente debía barrer o limpiarlas de las púas], etc.), de cara al pesebre el
asunto estaba arreglado con él y por mi parte, pero la cama era objeto de
atendimiento, y a este fin barría las orillas de las carreteras, cogiendo las
hojas de los eucaliptos caídas, para hacer estiércol. Y era tal el enfado de mi
padre al llegar del trabajo y ver los pesebres pobres de comida, ésta en el
suelo y pisadas por las cabras que lo revolvía todo buscando sus preferencias, y
los bardes –o cacharros- de agua de repuesto, que niño aún debí cuidar de ellas,
y tanto –no por mi parte, que mi madre suplía, pero de otros niños, sabía
faltaban a la escuela, porque debía atender a los animales, a las cabras, pues
éstas eran las vacas de los pobres, que lo de tener una o más vacas, era cosa de
gente media o rica. Y, si ésta fue –parte de
mi infancia y adolescencia- cómo olvidar a las que eran objeto hasta de rifas y
juegos, cuando aquellas cabras de ubres arrastrándolos por el suelo –cuidando no
se lo arañaran con las zarzas que les poníamos también a comer- parían hasta
cinco baifitos, que era todo un placer verlos en sus carantoñas y retozos, que
impregnado uno con aquellos albores en este mundo, pues de sus leches el
desayuno y más, y el queso diario, más ese solo un baifo que comíamos al año -y
siempre que fuera macho-, vendiendo el cuero a alguien que pasaba por las casas,
con un ramillete de ellos al hombro, digo, que tantas y tantas experiencias de
tan tempana edad, es algo que no se olvida, está ahí, lo lleva uno en mente y en
el alma, y es orgullo y satisfacción haber tenido estas experiencias y ciencias,
pues era todo un arte el cuidado, el amarre de la pata, el lazo rojo para
evitarles mal de ojo, y un sin fin de Historias, el vender una cabra buena y
comprar una flaca y ruin, y cambiarlas, desde el corte de pezuñas, y
rejuvenecerla, y convertirla en igual a la anterior, y ese poco dinero ganado
ayudara a la economía, y a veces no más de dos, porque costaban dinero, y
esperar a que las baifitas crecieran en un eterno esperar largo sin fin, pues el
contacto diario hacía que nada cambiaran y siempre estuvieran igual. Y nada
digamos del retal, de la choza, de si se soltaba la cabra... Como para ahora
permitir y callar las mate el cabildo y quiera extinguirlas; pues no, las
defiendo y defenderé como siempre lo hice y ello mientras viva, pues en parte si
vivo es gracias a ellas, como toda persona nacida y criada en esta isla años
atrás, cuando por no haber pinos –sino en los riscos- toda la tierra era de
hierbas y pastos para ellas, ovejas y vacas.
El Padre Báez, Pbro.
19-08-18
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