“El Roío” (de roído):
Roer, era la acción de un ratón, tanto fuera queso o ropa, o cualquier otro objeto; y no son los únicos animales que roen, que también lo hacen las cabras, entre otros. También es sinónimo de tacaño, me parece, o en todo caso signo de pobreza, pero en nuestro caso, “El Roío”, es muy otro
¡Ah, el muy cabrón! Y vivía de los cuernos que tenía. De los cuernos y del paseo que le daba todos los días, pasándolo por todas las calles, por todas las casas de Telde. Y no hacía falta lo anunciara nadie, ni él mismo, pues por lo abubídos y el olor del macho, todo el mundo se percataba, que pasaba “El Roío”, y la gente lo llamaba, y desde las altas ventanas, se le decía subiera (dejando perfumada las escaleras del inmueble, por toda la jornada) con su macho, pues que de eso vivía.
Es el caso, que todo el mundo, tenía su cabrita, y ello ya viviera en un tercero, o que en la azotea estuviera “la vaca del pobre” de la que se alimentaba la familia, gracias a la leche y al queso que de la rucia se hacía.
Y, toda vez, que eso de la inseminación artificial, todavía no se conocía, hacía falta que el cabro, cubriera a las cabras, y dado que el cabro o cabrón –también conocido popular y por todo el mundo como “el macho”, no todo el mundo podía tener un animal de esas características- aparte el perfume a sus esencias seminales, como por los abubidos buscando y olfateando el aire, para adivinar dónde una presa amorosa más, insaciable y constante el animalito de Dios-, que digo, alimentar a un macho, para que cubriera –ya me entienden- a la única o dos cabras, más la de algún familiar allegado o vecino muy íntimo –que en esto, se era muy celoso, y aunque el animal no se gastaba por ello, sí que comía y había que alimentarlo-, no había que llevar la cabra al macho –como se decía- sino que el macho, y gracias al “Roío” en este caso, que otros había por otros lares-, pasaba con el suyo periódicamente, para hacer su función procreadora y de paso dar de comer a su dueño, que a tal fin, lo cuidaba como oro en paño, siendo como iba a ser padre después de tantas baifas y baifos; él -el macho- muy ufano y descarado, elegante con su cornamenta enarbolada al viento; con su chivo, toda una envidia de los del género humano y sexo juvenil, sin desodorante que atenuara su paso y peso corporal, subía escaleras, entraba a trasteros, subía azoteas, bajaba sótanos, entraba en chozas, salía de cuartos, y era–la suya- una procesión que a nadie llamaba la atención, pues prestaba un servicio impagable, por el cual, “El Roío”, como era justo y necesario cobraba, pongamos que 5 pesetas, y ello según cabras atendiera y el pelaje de sus dueños, que humanitario sí que era, con su Don Juan animal.
Amigos, todo un personaje, de otros tiempos; y no tan remoto, que los hay que lo recuerdan, pues se trata del último cuarto del siglo pasado, que aún estas costumbres por aquí se usaban, pongamos que también, un poco más atrás.
Y toda vez, que mis informadores eran los miembros de una tertulia o debate radiofónico, uno de los invitados, venido de Ingenio, tercia en la conversación –sucedía en el descanso publicitario- con los de Telde, en el escenario del relato contado, y añade lo de su propia cosecha, que también en su pueblo, había –como en el mío allá por La Lechuza natal- otro conocido por “El Macho Farula”..., con lo cual ya son dos los casos registrados, si bien este segundo ignoro si el nombre era el del macho o el del amo que así se llamaba (no sé si el macho o su dueño). En todo caso, se trata de una de las páginas de ese tiempo pasado, tan reciente que solo revivirlo en el recuerdo es grato, cuando por las calles de nuestros pueblos y ciudad, por sus balidos y el olor que desprendía, se sabía que los machos, andaban de cabresto, de casa en casa, en búsqueda de hembras que lo necesitaran, dejando el rastro inconfundible de su paso.
Personajes y oficios-tareas de nuestra infancia y juventud, cuyos recuerdos y anécdotas se debieran recoger y dejarlas por escrito, para satisfacción de los lectores en sus días, por lo que tienen de pintoresco, de tradición, de cultura y de historia; la historia sencilla de una sociedad, que se sostenía de la agricultura y de la ganadería, aunque esta fuera en su más mínima expresión, y que era ejercida al 90 % de la población, por más que urbana fuera.
Hoy, las cabras tienen que estar a un kilómetro de casa alguna, y sus puestos en los hogares, lo ocupan los perros. ¡Signos de los tiempos que nos tocan vivir!, con la diferencia que parece los perros no huelen, y tampoco dan leche. Me quedo con las cabras, porque su olor es perfume; los machos, huelen a sexo animal, mientras que los perros por más que enseñen sus pichas sin hembras, huelen –para mí- fatal; y sus leches –por no tenerlas-, no sirven para queso, ni se las puede uno tomar.
El Padre Báez.
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