¡Pobre Antonia!
Vive en un barranquillo sola, metida en una cueva, como en los tiempos de los guanches. En verdad, tiene dos cuevas: una, es la casa, sin más compartimentos, que una cueva dentro de la misma cueva, donde lo más privado, que en la que hace de sala, comedor, dormitorio, despensa, etc., etc., con las paredes llenas de almanaques de años atrás, y todos de santos, vírgenes, el Señor, etc. Algunas destartaladas sillas, colchón en el suelo, poca ropa, unos cuadros religiosos, unos espejos muy viejos, algunas fotos de sus años jóvenes -del siglo pasado-, y..., la segunda cueva, donde el fogal, lo que es su cocina de toda la vida, de tantos siglos, de tantas generaciones, donde el perro y la leña. Pero, digo: “¡pobre Antonia!”, porque con sus muchos ochenta años, y doce de viuda, sin hijos, sin nadie en la vida, solo unos lejanos sobrinos, ella, entre Cazadores e Ingenio, vive perdida entre montañas y barrancos.
Y, tiene un drama. Está muy delgada, y esto le puede asegurar más años de vida; está sana, pero es obligada a comer todo de crudo, todo de cacharro, nada cocinado, porque en su hogar, no hay vitrocerámica, tampoco sus pocas fuerzas, le da para cargar desde muy lejos, con bombona de gas butano (algún imbécil, ayudándole con un baño, le edifica el mismo delante de la misma puerta de su cueva, lo que parece un torreón, que le quita los primeros rayos de sol, y le da sombra a la cueva todo el santo día, y para colmo un día se le quedó la llave dentro, y como no puede entrar, es como si no lo tuviera; ella, sigue yendo a las tuneras); pero su drama, es la comida. Nada puede comer guisado, nada prueba caliente, por más frío que haya, y allí lo hace de nieve y de hielo, en los meses propios, y es que en cueva negra del tizne de siglos, y con leña para cargar barcos y barcos, palos secos, árboles y ramas, en el suelo, retamas y leña de almendreros, etc., etc., le prohíben hacer fuego, estando de por medio su patio con azucenas, claveles y rosas, que en cuanto le ven salir humo de su cueva-cocina, ya tiene encima a los helicópteros, que creen es y se trata de un incendio, y le han dicho que no vuelva a hacer fuego dentro (¡ni fuera, ni en ningún sitio!) de su cueva, que como reliquia guarda las últimas cenizas desde hace muchos años, con troncos, que no acabaron de arder, en su lejano día. Tiene miedo, porque la han amenazado, si ven salir humo de su cueva-cocina...
A estas, hemos llegado, sin que nadie –salvo Cáritas parroquial de Lomo Magullo- le haga las pertinentes visitas, y un servidor mismo, para recabar historias, darle compañía, llevarle el Santísimo..., sin que les permitan comer caliente, como todo el mundo, y haciéndolo –el comer- de frío y crudo.
Éstas tenemos, cuando unas leyes absurdas, y ridículas, creen que alguien cocinando en el interior de su cocina, como se ha hecho allí, siglos y siglos, pueda haber un incendio, y en previsión del mismo, como de esa cueva, y aquel barranco salga al aire algún mechón o nube de humo, ¡ya tenemos al seprona molestando y amonestando a nuestra última guanche, portadora de tantas tradiciones, y tantas palabras en desuso, de un castellano antiguo, que conserva en su pureza, y tanto, que si no estás atento, no te enteras de lo que dice..., lo que sí se le entiende es –dicho con pena y dolor-:
“¡No me dejan cocinar!”, “¡dicen que puedo prender un incendio!”,
y se echa a reír, de los que le dicen eso, creyendo ella es tonta.
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